“Si quieres solazarte,
mira hacia atrás y ríete de los peligros pasados”, anotó el prolijo
escritor británico Walter Scott a principios del siglo XIX. Agarrada a esta máxima sigo indagando y descubriendo las
peculiares historias que el tenis dejó; tras el Björn Borg maestro y la conquista de
las Américas de Molla Bjurstedt, está también Martina Hingis
y su precoz conquista del Open de Australia de 1997, la niña que tocó la cima
apenas superada la quincena, el aún triunfo más precoz en un Grand Slam de la
historia.
16 años, 3 meses y 26 días, esa era la edad con
que Martina Hingis fue capaz de levantar el trofeo del Open de Australia ante
una Rod Laver Arena, rebosante, que estaba viendo nacer a una estrella sobre
su verde tapete. Hoy, ninguna de las tenistas que competirán o han competido en
la previa de Melbourne cuenta con esa edad, y de hecho encontramos una sola que
cumpla ese requisito en todo el top600 de la WTA -la española Sara Sorribes-.
Suena ya la música del Open de Australia 2013,
inmejorable momento este para recordar la hazaña de Hingis. Titulaba Sports
Illustrated, en enero de 1997, que había llegado un ‘terremoto’ a Australia, cuando el país vivía
asustado entre incendios. Un terremoto que se posó en Melbourne Park y que
ofreció un recital. No se le escapó ni un solo set en dos semanas de
competición. Cerró la final ante Mary Pierce por un contundente
6/2 6/2, en el que sólo se le exigieron 59 minutos. Venía de ganar también el torneo de Sydney, como preparación para el
Grand Slam australiano, y allí tampoco se había dejado en el camino ni una sola
de las mangas que disputó.
Disfrutó la Navidad en Roznov (República Checa), junto con
su anciana abuela materna y su madre; tras lo cual partió hacia Australia. Allí
pasó la última noche de 1996 y la entrada de 1997, año mágico en su carrera, en el que sólo perdió una final -Roland Garros-
y en el que se coronó en: Sydney, Open de Australia,
Tokyo, Paris, Miami, Hilton Head, Wimbledon, Stanford, San Diego, US Open,
Filerstadt y Filadelfia, alcanzado por supuesto el número 1, siendo la tenista
más joven en hacerlo de toda la historia.
“Estoy preparada” dijo con el título de Sydney a su madre, manager y entrenadora Melanie Molitor, en la mano camino
de vestuarios; “¿así lo crees? entonces muéstramelo”, le retó su madre, siempre tan desafiante con su
hija y tan desconfiada respecto de todos los demás. Melanie, separada del padre
de Hingis -siempre predispuesto a las polémicas y a utilizar el hecho de ser el
padre de la estrella para enriquecerse- ocupó un papel fundamental en la obra
de teatro que escribió Hingis a lo largo de su carrera.
Martina se crió junto a
su madre y, como le enseñó, se dedicó a disfrutar del tenis como deporte. Apenas entrenaba en pista más
que dos o tres hora al día y prácticamente ni pisaba el gimnasio. Le resultaban pesadas las dinámicas, vivió su
niñez disfrutando de los deportes de montaña, del ciclismo, de la natación, de
la gimnasia... su madre siempre le permitió elegir si quería otra cosa, pero
ella eligió el tenis. Creyó que la mejor manera de criar a Martina y de
alimentar su talento era viajando y conociendo nuevo mundo, no encerrándola en
un aula ocho horas cada mañana, era algo que no estaba hecho para ella, así lo
confesó en muchas ocasiones.
Martina, siempre agradeció los triunfos a su
madre. “No
vamos a cometer sus mismos errores”, llegó a decir cuando le preguntaban sobre la
estrecha relación que mantenía con su madre, tras lo ocurrido con los
respectivos progenitores de Capriati, Pierce y tantas otras. Su química siempre fue
especial, y mezclaba la
exigencia con el cariño en la dosis necesaria.
Desde
el principio en aquél distinto Open de Australia femenino de 1997 algo hacía
pensar que iba a ser un Grand Slam peculiar. Seis de las siete primeras
cabezas de serie habían caído en la primera semana de torneo -ni
Graf, ni Seles, ni Sánchez-Vicario, ni Conchita Martínez, ni Jana Novotna, ni
Anke Huber seguían en liza-. En los últimos 6 años, Graf y Seles habían
acaparado 20 de los últimos 24 Grand Slams, ninguna de ellas dos quedaba en
juego; tampoco Arantxa Sánchez-Vicario ni Conchita Martínez, las dos valientes
españolas que se habían atrevido a robar tres cetros a la dupla dominante. Sólo
Mary Pierce, campeona en Melbourne dos años antes, seguía avanzando en el
cuadro. El calor era apabullante, como en ninguna otra edición se recordaba.
Mientras
estos fenómenos externos y extraños se alineaban, Martina cuarta inocente
favorita empleaba sus días libres con los ojos como platos descubriendo
Melbourne, ciudad que
visitaba ya por tercera vez. Le gustaba conocer los sitios a los que viajaba. Los
periódicos de aquél momento relatan que aquellos ratos libres los empleó mal,
poniéndose trabas a sí misma. El tiempo, sin embargo, nos invita a pensar si
todo aquello no pudo tener cierta influencia en el resultado final. ‘Swiss Miss’ (señorita suiza), como se apodó cariñosamente a
Martina, decidió competir y disfrutar de otras cosas a la vez.
En
uno de esos ratos de descanso, patinaba por la
rivera del río Yarra con la mala suerte de resbalar y chocarse con un muro. No
pasó nada importante. Una noche después volvió a vencer. El siguiente día de
descanso lo empleó en salir de compras por
Melbourne, “¡todo
el dinero que pone en los cheques realmente está en mi cuenta! Y puedo ir a
cualquier oficina del mundo y sacarlo para comprar. Es que mirad ¡he comprado
un anillo a mi madre!”, confesó a los
atónitos periodistas más sorprendida que de broma. Sí, todavía era una niña,
pero una niña que tenía muy claro qué era lo que quería.
Sin duda, era
efervescente, alegre, dicharachera y atrayente, tanto en pista como fuera de
ella. Ya entrando en plena competición, rondas más duras, terminó su partido de
dobles (en el que derrotó por la tarde a Gigi Fernandez y Arantxa S-Vicario, números 1 del
momento). La extensa jornada en que había jugado
individual, primero, y dobles después, se había retrasado mucho; pero el día
anterior había comprado entradas para el teatro cuya
función comenzaba a las 20:00. Se duchó, le dieron un rápido masaje, pegó un
bocado a algo en el hotel y corrió al teatro. De camino al mismo, realmente sprintando, un paparazzi le puso una zancadilla y la foto con Hingis de bruces
en el suelo abría al día siguiente en todo el mundo. (Foto que todavía estoy buscando.)
Tiempo después, Martina
ganó un juicio contra aquél fotógrafo de la prensa rosa, de nula
profesionalidad y menos vergüenza. No importó, siguió jugando y ganando,
risueña pero con ganas de dejar todo aquello atrás. El último día libre de
competición lo empleó en montar, una de sus grandes pasiones; lo hizo para
relajarse mas, sin embargo, a pesar de tener dos en su casa de Suiza y estar
más que habituada a tratar con caballos, cayó de la montura. Resultó ilesa de
una (otra) aparatosa caída. La yegua se llamaba ‘Magic Girl’.
Prometió, ilusa e infantil en opinión del resto
pero muy concienciada en su propia opinión, que si ganaba el torneo compraría
aquella yegua y se la llevaría a casa con ella. Ganó pero luego no lo hizo, o
no le dejaron, porque era muy difícil llevar a cabo el desplazamiento, “ojalá fuera australiana y
pudiera llevarla a casa conmigo sin suponer ningún peligro para ella”.
Era
un terremoto lo que había llegado a Melbourne, no cabe duda, pero pareciera que
el destino estuviera jugando con Martina. Ganó el torneo individual y el de
dobles superando estas mil y una dificultades fuera de la pista; dentro nadie
pudo hacerle sombra. Nadie. Ni entonces ni tampoco en 1998 y 1999, ediciones
en las que Swiss Miss también venció en Melbourne.
Sonrió
cuando la bola en un revés-dejada de defensa tocó la red y cayó muerta al otro
lado de la pista. No se disculpó, se le pasó, pero la concentración y la risa de
niña le disculpaban; Pierce también rió. La suerte le debía una. No celebró
llevarse el primer set por 6/2 en su primera final de Grand Slam, por entonces
no había descanso más que tras dos juegos, por lo que había que seguir centrada
para lograr el 1/0 del segundo parcial. Tampoco se tiró contra el suelo tras
vencer, sólo levantó los brazos. Tímida le costó salir al centro de la pista
para celebrarlo con todo el público en pie. Tan niña que pareciera una veterana. Apenas había tenido tiempo para soñar con aquello. Emocionada y entre risas contagiosas, al subir a
recoger el trofeo comentó perspicaz “el año que viene tengo que jugar también
el dobles mixto... pero bueno, tenía que dar la oportunidad a otros de ganar algo”.
Una
risita, una mirada cristalina empapada en lágrimas, un carácter amigable... así era aquella niña que
alcanzó la gloria. Y así fueron sus
dos mágicas semanas en Melbourne: desde sus accidentados descansos hasta sus
exitosos partidos. Un torbellino, montado sobre Magic Girl. ¿No es alucinante
cuánto esconde el tenis?
“Te lo mostré”, gritó Martina desde el otro lado del vestuario
de la Rod Laver
Arena nada más ver entrar a su madre. “Sí”, respondió ésta, “y no puedo decir que no esté feliz porque así sea”.
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